La ópera es multiforme como la vida misma, su imagen refleja. La sensualidad o la sobriedad de sus melodías, la transparencia o la densidad de sus armonías, el aspecto sonoro embriagador o circunspecto de que se reviste, todo esto revela una imagen de la época en que fue creada y la situación espiritual, cultural y anímica de la sociedad para la que fue escrita.
Sus figuras, sus conflictos dramáticos y sus escenarios nos ofrecen un testimonio elocuente del modo de vida y de las ideas artísticas de la época en que surgió, un testimonio más claro tal vez que el de cualquier otra manifestación cultural. En efecto, ningún otro género artístico ha despertado tan profundamente el interés, incluso la pasión de los hombres, como la ópera.
Ópera significa en primer lugar fusión de poesía y música. Una unión que muy raramente se logra de manera completa. Con el correr de los siglos se ha escrito y discutido mucho acerca de los diferentes grados, así como de los tipos e ideas, de su interpenetración. Dos grandes maestros de la misma época tenían conceptos opuestos: mientras Mozart opinaba (en una carta a su padre) que el texto debe ser en todo momento un obediente servidor de la música, Gluck explicaba su propio procedimiento creativo (ésta era su idea fundamental de la ópera) como el de un pintor que añade color a un dibujo previamente existente y que le sirve de base (el texto). Pero la ópera es más que la fusión de poesía y música. Por expresarlo con el ideal wagneriano de la «obra de arte total», hay que considerar de importancia vital la colaboración no sólo del arte teatral (la luz, el color, la interpretación), sino también de la danza. Por lo tanto, la ópera es una síntesis. Una síntesis que sólo en las obras maestras llega a la perfección.
Aunque los elementos de la ópera no sean tan incompatibles como el agua y el fuego, la verdadera fusión de palabra y sonido resulta siempre problemática. Puede ser perfecta en una breve canción popular que encierra la imagen de un sentimiento, y en la que la música subraya e intensifica una idea poética. Desde el punto de vista de la teoría apenas nos parece posible crear un drama perfectamente válido y convertirlo por completo en una ópera. Se ha logrado en la práctica, como lo demuestra la historia de la ópera. Por lo tanto, hay ocasiones en que el genio de algunas naturalezas creativas ha hecho saltar las ataduras y los límites de la teoría, para felicidad y alegría de la gran masa de seguidores de la ópera.
Vincenzo Bellini forma con Rossini y Donizetti el triunvirato que resplandece en el cielo del bel canto operístico; al mismo tiempo es el romántico más auténtico de Italia. Las mejores obras de Bellini, como las de su rival Donizetti, por no hablar del tercer maestro del triunvirato, pertenecen al repertorio internacional. Si bien hay cosas que han perdido brillo, algunas de sus más bellas melodías no pueden extinguirse, al igual que no se extingue el brillo de un diamante. Bellini poseía el don maravilloso de la melodía pura, uno de los más raros regalos de la inspiración. Sabía situar sus mejores melodías tan perfectamente en la garganta humana que todo cantante auténtico desea interpretarlas.
Bellini nació en Catania el 1 de noviembre de 1801. Estudió música en Nápoles; en el curso de su corta vida se desplazó siempre hacia el norte (mientras que Donizetti, casi al mismo tiempo, hacía el camino contrario: siendo del norte de Italia, se hizo famoso principalmente en el sur). Tras algunos éxitos iniciales, alcanzó la fama en 1831, año en el que, con escasa diferencia de tiempo, La sonnambula y Norma tuvieron clamorosos estrenos, en los que participaron algunos de los más famosos cantantes de la época. Dos años más tarde encontramos a Bellini en París, donde comenzaba a concentrarse la vida operística de la época. Allí vivían Rossini, Spontini, Cherubini, Donizetti, los alemanes Meyerbeer, Offenbach y Flotow, más un importante grupo de compositores franceses entre los que estaban Auber, Boieldieu, Berlioz, Adam, Halévy, Hérold y muchos otros. Sin embargo, Bellini permaneció en París poco tiempo. Heine nos ha dejado una imagen de él llena de afecto y admiración en sus penetrantes Impresiones de París. Con Ipuritani volvió a conseguir Bellini un gran éxito.
La muerte, acaecida el 24 de septiembre de 1835, interrumpió su brillante carrera. Fue enterrado en el cementerio del Pére Lachaise, donde su amigo Chopin recibiría sepultura en 1849, también demasiado pronto, en una tumba cercana a la suya. Exactamente un año después de la muerte de Bellini murió también, a los 28 años, la que quizá ha sido su más espléndida intérprete, la cantante María Malibran. En 1876 los restos de Bellini fueron exhumados y llevados a Catania, su ciudad natal.
En Norma encontramos escenas grandiosas e instantes que sacuden y conmueven; verdaderos puntos culminantes del arte operístico logrados por un melodista maravilloso. La armonía y el ritmo no eran los aspectos fuertes de Bellini, pero en dinamismo melódico tiene pocos rivales. De todos modos, Norma debe ser cantada por grandes voces de la ópera para lograr todo su efecto. Una voz casi sobrehumana y un genio dramático dominante es lo que esperamos de quien tiene la responsabilidad del papel central.
No hay comentarios:
Publicar un comentario