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SINFONIA Nº 1-4º MOVIMIENTO (BRAHMS)


A Brahms le llevó veintidós años aprender la forma de utilizar la orquesta de modo sinfónico. No puede pensarse que esa haya sido una etapa de aprendizaje, si tenemos en cuenta la larga lista de hermosas obras compuestas mientras luchaba por crear una sinfonía. Durante esos años trabajó para dominar y controlar su romanticismo, para fundir la inspiración y el intelecto, para comprender a Beethoven profundamente y para moldear sus propios pensamientos sinfónicos. El resultado de esta lucha increíble para lograr autodisciplina es, indudablemente, la más grande primera sinfonía jamás compuesta.
La Primera Sinfonía quedó concluida en el mes de setiembre de 1876. Se estrenó el 4 de noviembre de 1876, en Karlsruhe, bajo la batuta de Félix Dessoff. El propio Brahms dirigió una presentación en Mannheim, tres días más tarde.
Cuando una composición producida por Brahms a los 20 años recibió una crítica de la prensa que representaba una alabanza envidiable, el autor se sintió comprensiblemente complacido. El crítico era nada menos que el compositor Robert Schumann. Sin embargo, Schumann depositó una pesada carga sobre el joven compositor. Había una velada comparación con Beethoven. A Brahms, que todavía no había escrito nada para orquesta, se le estaba diciendo públicamente que podía, debía y, probablemente, emprendería el camino donde Beethoven lo había dejado.
Tan sólo unas pocas semanas después, Brahms aceptó el desafío. Empezó a componer una sinfonía en Re menor. Pero todavía no estaba listo para abordar esa forma enorme en la que Beethoven había sobresalido. Algunas partes de esa sinfonía al final quedaron incluidas en el Réquiem Alemán, y otras, en el Concierto Número 1 para Piano -una obra que le costó terminar a Brahms cinco años- pero no hay ninguna sinfonía en Re menor en el catálogo de Brahms. Durante esos cinco años también escribió dos serenatas para pequeña orquesta. Había decidido abordar la orquesta gradualmente. La composición de una sinfonía debía esperar. Después de escribir para pequeña orquesta y para piano y orquesta, escribió para coro y orquesta. Finalmente, en 1873, compuso las Variaciones sobre un Tema de Hayan. Ahora, finalmente, se sentía listo para comenzar y terminar una sinfonía.
En realidad, algunos de los materiales de la Primera Sinfonía ya existían desde hacía años. Brahms había enviado a Clara Schumann un bosquejo del primer movimiento, menos su famosa introducción, en 1862, y le había remitido una canción para su cumpleaños, en 1868, usando el tema del corno del final. Pero fue recién en 1876 que el compositor terminó la Sinfonía en Do menor. Eso fue veintidós años después de que la crítica de Schumann hubiera impulsado a Brahms a pensar en componer de forma sinfónica.
¿Por qué le llevó tanto tiempo terminar una sinfonía? La respuesta está en la influencia de Beethoven. Como lo sugería la crítica de Schumann, la figura de Beethoven proyectó su sombra sobre todo el siglo XIX como la de un Hermano Mayor. Las composiciones de Beethoven fueron estudiadas, admiradas, mal entendidas, imitadas y canonizadas no sólo por todo compositor sino también por otros artistas. El carácter titánico de Beethoven, su imagen de gran liberador del arte de las restricciones del clasicismo, se convirtió en un grito de aliento para el espíritu libre y autoconsciente del romanticismo.
Esta visión de Beethoven con la mirada del siglo XIX necesariamente estaba teñida por los valores contemporáneos. La mayoría de los compositores románticos no reconoció el clasicismo de su música, un clasicismo propio que contrabalanceaba el aspecto feroz y temperamental del genio de Beethoven. El único compositor que verdaderamente comprendió el equilibrio de lo clásico y lo romántico que se esconde en Beethoven fue Brahms. Brahms fue el sabio del proverbio que temía poner un pie en el lugar donde los necios se precipitan. El supo lo que otros fueron incapaces de comprender: que escribir una sinfonía de espíritu libre no constituía una respuesta profunda a las implicaciones de la música de Beethoven. Brahms no se permitió hacer una imitación superficial del maestro de Bonn. Le llevó 22 años a Brahms encontrar un modo de manejar las implicaciones de su antecesor, de mantener en equilibrio el clasicismo y el romanticismo y, sin embargo, ser original.
Cuando se estrenó la Sinfonía en Do menor, el director Hans von Büllow la apodó "La Décima" (Beethoven había terminado nueve sinfonías), declarando de este modo cumplida la profecía de Schumann. Büllow reconoció la afinidad entre los dos grandes compositores que, alcanzándose por encima del medio siglo de romanticismo que mediaba entre ambos, hicieron contacto como clasicistas románticos.
Brahms también se vio influido por los compositores románticos, Schubert, Mendelssohn, Berlioz, Chopin, Weber, Schumann e incluso por sus "rivales" Wagner, Liszt y Bruckner. Uno de los resultados de esta influencia romántica fue que el clasicismo de Brahms resultó más autoconsciente que el de Beethoven. La Primera Sinfonía elabora una lógica musical compacta que en ningún momento es totalmente espontánea. Brahms era demasiado autocrítico para ser espontáneo. Otro aspecto del romanticismo que no podía dejar de tocar a Brahms fue su meditativa melancolía. Así que la Primera Sinfonía contiene música desasosegada, especialmente en su primer movimiento.
Brahms intentaba una tarea casi imposible, la de estar a la altura del genio de Beethoven. En 1879 dijo: "¡Nunca compondré una sinfonía! No tienen idea de cómo nos sentimos las personas como nosotros, cuando oímos los pasos de un gigante como él detrás de nosotros." Sin embargo, él lo logró. No recobró a Beethoven, sino que, tratando de hacerlo, se encontró a sí mismo.
Ni la lealtad de Brahms al espíritu de Beethoven ni su autoimpuesto clasicismo deben ser considerados como una inhibición de su creatividad. La Primera Sinfonía es, en muchos aspectos, una obra original, a pesar de su adhesión a la estética y a las técnicas tradicionales. Consideremos, por ejemplo, el tercer movimiento. Brahms sustituyó el movimiento de danza tradicional por un intermezzo más abstracto. El minué o scherzo como tercer movimiento sinfónico era un aplazamiento de la suite de danzas barrocas. En una sinfonía sirve a un propósito útil: por lo general se ejecuta como una pieza más ligera y más simple entre un movimiento lento posiblemente sobrio y un final a menudo elaborado. Esta función también podía ser desempeñada por movimientos que no derivaran de la danza, como Brahms se dio cuenta. Así que la sustitución del minué de Haydn y del scherzo de Beethoven por el intermezzo de Brahms fue un toque de originalidad que nada debía al pasado. El resultado fue lo suficientemente satisfactorio e interesante como para que Brahms continuara incluyendo intermezzos en lugar de scherzos en prácticamente todos sus trabajos sinfónicos de cuatro movimientos posteriores.
La introducción al final, excepcionalmente larga, tan larga como todo el intermezzo, es otra idea original. Esta introducción contiene material que se utiliza en diferentes partes del final que la sigue: incluso la melodía lírica en Do mayor que abre el allegro está anunciada (en menor) cerca del principio de la introducción. Esta introducción también desmiente la queja que se oye comúnmente, en el sentido de que Brahms no fue un orquestador imaginativo. Aquí encontramos al compositor utilizando colores orquestales particularmente bellos destinados a mantener el interés en una sección introductoria inusitadamente prolongada. Algunos ejemplos: el pasaje de pizzicato que se acelera gradualmente y que se escucha dos veces, la llamada del corno con cuerdas en sordina que se reflejan en el fondo y el coral trombón-fagot. Brahms era, sin duda, capaz de crear una orquestación colorida cuando la ocasión lo exigía.
A Brahms le llevó veintidós años aprender la forma de utilizar la orquesta de modo sinfónico. No puede pensarse que esa haya sido una etapa de aprendizaje, si tenemos en cuenta la larga lista de hermosas obras compuestas mientras luchaba por crear una sinfonía. Durante esos años trabajó para dominar y controlar su romanticismo, para fundir la inspiración y el intelecto, para comprender a Beethoven profundamente y para moldear sus propios pensamientos sinfónicos. El resultado de esta lucha increíble para lograr autodisciplina es, indudablemente, la más grande primera sinfonía jamás compuesta.


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